Jorge Bolívar, Fundación I&C, Inversión y Cooperación, 12 de Diciembre 2013
Antes de tratar de desarrollar una respuesta a esta pregunta es importante hacer la siguiente aclaración: Hablo de microfinanzas para la inclusión social para diferenciarlas de las microfinanzas como negocio financiero. Hablo además de de inclusión social y no solo financiera para resaltar la importancia de una inclusión integral de la persona, siendo la inclusión financiera solo una respuesta incompleta al reto.
El escenario en estos años ha cambiado radicalmente y, lo que originalmente se concibió y desarrollo como un mecanismo poderoso para combatir la pobreza, ha degenerado de forma casi sistemática en un negocio financiero en el que, por mucho que se diga, lo que prima es la rentabilidad financiera y no el impacto social. En muchos casos, este alejamiento de la misión social original no ha sido intencionado sino forzado por la presión de la llegada de los jugadores financieros tradicionales: bancos, fondos de inversión, consultores financieros, agencias de calificación, …
¿Cómo hemos llegado a esta situación?
Las microfinanzas, que inicialmente atrajeron de forma muy rápida a cientos de organizaciones con verdadera voluntad de combatir la pobreza de una forma diferente, nacieron para ofrecer una solución a personas sin acceso al crédito. Pudo haber sido de otra manera pero no lo fue. Y estamos pagando las consecuencias de este arranque.
Pudo haberse comenzado potenciando el ahorro pero, ¿quién iba a pensar que personas que viven en situaciones de pobreza o pobreza extrema pueden llegar a ahorrar? Ni siquiera ellas mismas lo imaginan. Comprobar el efecto positivo del ahorro requiere tiempo y perseverancia. Debió parecer más efectivo en aquel momento resolver el problema por la vía rápida del crédito. Y probablemente fue muy efectivo y beneficioso durante los primeros años, en un entorno con pocas distorsiones y una misión social muy clara.
No se pensó entonces que, a diferencia del ahorro o el seguro, que siempre aportan seguridad a nuestra situación financiera, el endeudamiento, al igual que la inversión, incrementa este riesgo y no deja de ser un arma de doble filo. Su utilidad final depende de diversos factores pudiendo ser muy positivo o muy negativo. Esto último no requiere ninguna demostración. No hay más que ver los problemas en los que se encuentran países enteros, familias y personas en las zonas más desarrollados del mundo debido a un uso indebido del endeudamiento.
Traslademos estos excesos a entornos de muy bajos recursos, demos acceso al crédito sin la formación y el acompañamiento imprescindibles y los problemas llegarán lo queramos o no.
Sumemos a este escenario la atracción de las tasas elevadas que generalmente se cobran por los microcréditos. Tasas, muchas veces criticadas y probablemente con razón en ocasiones. Pero no siempre ya que se justifican en muchos casos, dentro de unos límites razonables, por unos gastos operativos muy elevados, especialmente si los préstamos están acompañados de esa formación y acompañamiento esenciales para conseguir que el préstamo sea realmente beneficioso para la familia que lo recibe.
En cualquier caso la realidad es que las tasas elevadas y el descubrimiento de la elevada capacidad de pago de las personas pobres terminó atrayendo el interés de los jugadores tradicionales del sector financiero: bancos, fondos de inversión, agencias de certificación, consultores … Y a partir de ese momento comenzó el ocaso de una aventura tan prometedora.
Porque la realidad es que esta situación, allá donde la banca tradicional haya llegado, es irreversible.
Pudo haberlo sido si los organizamos reguladores hubieran reconocido a tiempo en las microfinanzas para la inclusión social un sector de interés estratégico para combatir la pobreza y se hubiera desarrollado una legislación específica para fortalecer a estas organizaciones y no solo obligarlas a regularse para poder crecer, entrando en mismo terreno de las grandes instituciones financieras. Terreno en el que lo que prima es el negocio y no la rentabilidad social. Algo que no critico para nada. Está bien mientras esté claro. El problema está en obligar a convivir bajo una misma regulación a organizaciones cuya misión es eminentemente combatir la pobreza siendo la rentabilidad solo un medio para alcanzar este fin, con organizaciones cuya finalidad principal es maximizar la rentabilidad del negocio. Ambas misiones lícitas pero difícilmente compatibles.
Cuando hablamos de crédito o microcrédito, da igual, si el objetivo es maximizar la rentabilidad financiera, el riesgo de sobreendeudamiento del cliente sin formación financiera es muy elevado. Más aún cuando la competencia entre instituciones financieras reduce de forma natural las tasas haciendo más baratos los préstamos.
A la necesidad de crédito y falta de formación del prestatario se suma el interés del prestamista por prestar el mayor importe posible a unas tasas, esta vez si, elevadísimas, porque el trabajo se limita a prestar y recuperar sin conllevar ningún esfuerzo adicional de formación y acompañamiento. Un coctel explosivo.
¿Qué hacer en esta situación?
Desde luego, aquellas organizaciones que pretendan desarrollar programas de microfinanzas para la inclusión social en zonas en las que ya está presente la banca tradicional ( incluyendo a las microfinancieras ) lo van a tener muy difícil.
Una competencia creciente conllevará una reducción progresiva de las tasas. Algo que tiene su parte positiva para los prestatarios que solo buscan el préstamos pero que dificultará mucho la sostenibilidad de las organizaciones que quieran dar no solo un préstamo sino acompañar a los clientes con formación y otros servicios que contribuyan a una verdadera inclusión social. Servicios imprescindibles para combatir de forma efectiva la pobreza.
Las organizaciones más fuertes irán captando a los clientes de mayor calidad por su capacidad de ofrecer otros productos financieros e importes mayores en los préstamos solicitados.
La competencia también dificultará la retención del personal más valioso que será reclutado por las organizaciones más fuertes junto con sus carteras de clientes.Un escenario nada sencillo para organizaciones poco acostumbradas a la competencia en el sector financiero.
No sería justo decir que el resultado de esta evolución sea estrictamente negativo. De momento, simplemente se puede decir que una zona en la que ocurra lo que arriba se describe ya ha entrado en una fase de bancarización al estilo tradicional. Con todas sus ventajas que son muchas y sus riesgos que también lo son. Especialmente en ausencia de una mínima formación financiera de los clientes. Quizás sea esta una de las teclas sobre la que se deba pulsar para evitar problemas mayores. Del mismo modo que en el mundo desarrollado se regula el asesoramiento financiero y se exige la verificación de que un cliente está capacitado para comprar ciertos productos, en entornos de pobreza deberían existir ciertas exigencias previas a la concesión de créditos. Reglas que van desde la evaluación de la capacidad de endeudamiento del prestatario a la limitación de los importes máximos de los préstamos en base a esta capacidad. De nuevo, los reguladores tienen mucho que decir en este sentido.
Pero si parece absolutamente necesario un replanteamiento de la estrategia a seguir por parte de las organizaciones que sigan pensando desarrollar programas de microfinanzas con un fin eminentemente social. Las reglas del juego han cambiado. Y también los jugadores y sus motivaciones.
Para estas organizaciones, la elección del territorio en el que van a trabajar es ahora más importante que nunca. Deberían fijarse en aquellos territorios realmente desbancarizados y por los que la banca tradicional no sienta un “apetito” inmediato.
Pero también deberían estar preparadas para salir gradualmente de dicho territorio una vez sea alcanzado por el proceso de bancarización tradicional. Salida que idealmente debería dejar una población suficientemente capacitada para entender los beneficios y riesgos de la oferta financiera que les llegará de los bancos que comiencen a operar en la zona.
¿Y si ya están desde hace tiempo en ese territorio al que ha llegado la banca tradicional?
Pues, o salen o se transforman en otro tipo de organización que pueda competir en el nuevo entorno. Pero seguramente tendrán que dejar de lado gran parte de su vocación original. O, simplemente, adoptan una forma de trabajar que no requiera competir directamente con la banca tradicional.
¿Hay otras alternativas?
Existe otra posibilidad que pasaría por identificar posibles “modelos de trabajo” diferentes y con los que la banca tradicional tuviera mayores dificultades para competir. Hablo de “modelos de trabajo” y no de “modelos de negocio” que sería el término adecuado si estuviéramos hablando de un negocio financiero convencional. Un “modelo de trabajo” conlleva de forma necesaria un modelo de negocio que permita la autosostenibilidad pero va mucho más allá en el sentido de que pretende ofrecer un servicio integral en pro de una verdadera inclusión social.
¿Cómo podría ser este modelo de trabajo?
Podría tratarse de una combinación de servicios financieros y no financieros que aportaran a una comunidad, quizás con forma de cooperativa, lo necesario para progresar de forma sólida y sostenible en ámbitos como la educación, la salud, el desarrollo de microempresas o la consecución de una creciente autonomía financiera.
Autonomía financiera que podría venir, esta vez si, de la mano de un programa bien organizado de ahorro colectivo y regular. De esta manera se crearía un fondo propio de ahorro cuya rentabilidad procedería de microcréditos que comenzarían cubriendo necesidades básicas. Poco a poco, con el crecimiento del fondo, irían dando respuesta otras necesidades mayores. Un proceso que requiere, de nuevo, capacitación, seguimiento, organización y tecnología. Además de paciencia y perseverancia. Pero, atención, no requiere de financiación externa y debería ser auto-sostenible a partir de un determinado momento en la medida en que los gastos operativos vayan siendo soportados por los rendimientos del fondo de ahorro y crédito.
Jorge Bolívar es presidente de la Fundación I&C, Inversión y Cooperación y el principal promotor de la comunidad QLOUD INCLUSION. Su misión es promover el impacto social y la sostenibilidad de proyectos de inclusión social a través de un uso eficiente de la tecnología, la educación y las microfinanzas.